por CÉSAR MONROY LÓPEZ
En algunas ocasiones se da por hecho que lo que hacemos y vivimos está bien. Es muy evidente que toda acción que realizamos tiene como punto de partida lo que somos. En el caso del varón, se tienen que asumir dos cosas: las propias virtudes y la virilidad misma. Esto lleva a la necesidad de conocerse a sí mismo.
Ser varón depende simplemente de que Dios quiso que fuera así, y no de otra manera. Esto no implica el ser “superiores” o una fortaleza física como garante de masculinidad, sino que tiene implícitas una serie de tareas y responsabilidades propias que lo hacen complementario a la mujer.
Todo varón ha de aprender a vivir desde su virilidad, la cual no se fundamenta en ser violento, agresivo, autoritario, tosco, dominador, etc.; sino en ser custodios providentes del amor en su entorno familiar y social. Porque, si bien es cierto que la mujer es el corazón de la sociedad, el hombre es y debe ser el protector de ese corazón.
Es preciso, entonces, la necesidad de la formación del varón en cuanto varón, y esto se logra, obligadamente, en la familia. Suena una tarea complicada, pero no lo es tanto, sobre todo si se parte de que el primer modelo de varón para un niño es su papá. Es muy importante, por ello, la presencia del Padre no sólo desde los primeros años de vida, sino desde el embarazo mismo.
Dice el Pontificio Consejo para la Familia, en un texto llamado Sexualidad humana: verdad y significado: “El padre que inspira su conducta en un estilo de dignidad varonil, sin machismos, será un modelo atrayente para sus hijos, e inspirará respeto, admiración y seguridad en las hijas” (n. 59). Así que la presencia del Padre es fundamental tanto como modelo de virilidad para un hijo, como para ser fuente de seguridad para las hijas en su feminidad.
Es el varón el que conduce al niño no sólo mediante palabras (que también son necesarias); sino también, mediante su ejemplo, a tratar a la mujer no sólo con respeto, sino también con admiración y sumo cuidado. De ahí también brota la importancia del trato de los niños con sus hermanas, no en el sentido de hacer superior a la niña o al niño, sino en cuanto a ayudarle tanto al niño como a la niña a hacer conciencia de que así como en los templos hay un sagrario y un sacerdote responsable, así en el hogar hay una mamá y un padre responsable.
Así, la educación del varón tiene por origen las particularidades de cada individuo y las propias virtudes que tienen como destino, en su virilidad, el ser compañero de la mujer y padre. Esto no implica que todos los varones estén llamados a ser esposos de una mujer y padres de familia, sino que va más allá de ello.
El varón es compañero de la mujer porque el hombre y la mujer son complementarios, se ayudan mutuamente y no se abandonan. Esta compañía no se reduce al estado de vida matrimonial, pues bien sabido es que esta compañía puede ser incluso célibe. Por ejemplo: la promesa que hace San Francisco de Asís a Santa Clara: “Yo te prometo, hermana Clara/y a tus hermanas de San Damián, /y en torno al mundo a todas tus hijas, /que nunca nada les faltará”; entre otras relaciones de santos célibes en las que el varón era realmente un protector de la mujer. Y si así es entre célibes, con mayor razón debe ser entre los casados.
Finalmente, el varón es padre, no sólo por tener hijos biológicamente, sino en cuanto a que es providente de amor, ternura, alimento, educación orientada a lo social y protección a toda su familia. Incluso, a los sacerdotes se les llama padres precisamente porque proveen el Pan del cielo, cuidan, conducen, enseñan y santifican al Pueblo de Dios.